"La
verdad late sojuzgada y silenciosa. Oculta en los rincones más oscuros
de la mente, olvidada en antiguos archivos judiciales, encubierta en los confusos
dictámenes oraculares o simplemente presa de la represión o el
desconocimiento, como si se tratara de uno de esos animales que invernan largo tiempo sin manifestarse, pero que aún en ese estado siguen vivos.
La
verdad. Eso tan deseado y tan temido al mismo tiempo. A veces por
maldad, otras por dolor o simplemente porque el tiempo extendió un velo de
fatal encubrimiento, yace oprimida y, cuanto más oculta, más fuerte.
Porque no sabe morir. Porque puede ser silenciada, ocultada u olvidada,
pero aun así clama a su manera por hacerse notar, por gritar su
presencia. Omnipresente en su aparente ausencia. Marcando y condicionando el modo de gozar y padecer, de relacionarnos con los otros y con nosotros mismos.
Nadie
puede ser completamente feliz sino al costo de una cierta ignorancia,
pero esta ignorancia no está al alcance de cualquiera. Por el contrario, hay
personas a las que la verdad les reclama desde su propia sangre el
derecho a salir de las sombras, y no pueden desoírla aunque quieran,
aunque duela o, como en el caso de Pablo, aunque corran riesgos innecesarios.
Como
siempre, Pablo y la verdad, esa unión inseparable que tanto le costó en
la vida. Y no es que no haya intentado apartarse de ella. Tampoco se
trata de que sea un hombre de una nobleza intachable. De ninguna manera. La búsqueda de la verdad no es su virtud, es su obsesión. Un
síntoma que no puede abandonar. Aún recuerda aquella charla en la
que expuso ante una audiencia numerosa que, como analista, no le
interesaba el bienestar de sus pacientes sino el develamiento de la
verdad que se oculta en ellos. Apenas había terminado la frase cuando
una mujer se levantó indignada y, antes de retirarse de la sala de conferencias, le gritó:
—A
mí sí me importa mi bienestar. ¿Me entiende? Porque estoy cansada de
sufrir. Así que si ésa es su postura, no cuente conmigo. Puede usted meterse la verdad en el culo.
Miró
desde el escenario cómo la mujer se iba ante el murmullo y la sorpresa
de todos los presentes y, luego de un brevísimo silencio, apenas si alcanzó a responderle:
—Le juro que la entiendo. Es más, si pudiera hacerlo, yo también me iría de mí mismo.
El público rio con su respuesta. Seguramente les pareció ingeniosa, pero no había sido una ironía. Pablo habló muy en serio. "- Los
Padecientes. G. Rolon
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